28 septiembre 2006

Maitane. Conversaciones II

Siempre le gustó la playa. Siempre quiso saber hasta donde llegaba el mar. No entendía la simplicidad del mar. Aquella inmensidad era su definición de infinito. La arena solo era un paso mas para alcanzar la eternidad que le otorgaba aquel horizonte. Miraba a lo lejos con los ojos entrecerrados cada atardecer. En aquella colina las vistas eran tan naturales, tan evidentes, que daban a sus sueños la posibilidad de existir.

Ella había asumido su verdad como verdad, y por ello nunca preguntó acerca de la inmensidad. Si que lo hizo sobre el dolor que se reflejaba en mi cara cada tarde de verano en la colina. ¿No te gusta el mar? Claro que me gusta, mi estrella, es muy bonito. No, no te gusta, nunca lo miras, y cuando lo haces, veo en tus ojos que te duele algo. ¿Te hace daño en el corazón el mar? ¿Necesitas tus medicinas? No, mi estrella. Solo es que me recuerda lo lejos que están algunas cosas. Claro, hay cosas que están lejos. Pero los barcos llegan muy lejos, ¿verdad? Si, llegan muy lejos. Reprimí una lagrimas ansiosas por nacer y tomar vida propia. Se me hacia difícil explicar a una niña mis añoranzas y mis tristezas, por mucho que fuera ella.

¿Por qué echamos de menos a las personas? Aquella pregunta me golpeó fuerte en el pecho. En absoluto la esperaba. Es porque cuando alguien nos quiere nos hace felices. Por eso cuando ya no está somos algo menos felices. Y a ti te gusta ser feliz, ¿a que si? Claro. La cara se le iluminó al responder. Aquella niña nadie para ser desdichada era terriblemente feliz. Más de lo que yo nunca podría soñar. ¿Entonces tu no eres feliz? ¿Por eso no puedes mirar al mar? Claro que soy feliz, tu me haces feliz. La miré con mi mejor sonrisa. Esa que ensayas frente al espejo. La había aprendido hace mucho años, y también hacia muchos años que no la usaba. Hacia una eternidad que no necesitaba usarla. Desde la ultima vez que tuve que convencer a alguien de lo feliz que era. Al igual que ahora, fue inútil.

Me agarró la mano. Fuerte. Calida. Afectuosa. El aire olía a sal, y su mirada a comprensión. Conocía la razón de mi infelicidad. La asumía. Me decía, tranquilo, yo cuidare de ti. Continuaba en silencio queriendo decir algo. Por fin habló. Debemos volver, se hacer tarde. Si, volvamos, nos esperan el chocolate y los bizcochos. ¡¡Bien!!. Que rico, que suerte tengo de tenerte, que bueno eres conmigo. Aquella niña menuda, rubia de mirada intensa tiraba a dar en el corazón. Curaba cualquier herida que el tiempo hiciera en mi destrozado órgano vital. Y lo sabía. Sabía que decir en cada momento. Y sobre todo que hacer.

Colgada de mi mano llego hasta la puerta del portal. Estiró la suya, para que le diera la pesada llave. Siempre le gustó abrir esa puerta. Decía que abría un mundo distinto y le encantaba ser ella quien lo hiciera. Lo que no sabía es que creaba un mundo maravilloso con cada palabra. Justo dentro del gastado corazón de un pobre viejo.

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